31/Diciembre/2002
Beatriz del Castillo

Doña Margarita vive en el barrio de la Luz desde hace 75 años, como cada año va a misa a agradecer a “Nuestra Señora de la Luz” que cuide a sus hijos y a sus nietos, le lleva azucenas, la flor favorita de esta Santa. Y es que la anciana sabe que el peligro en el barrio es latente pues la drogadicción y el vandalismo hacen sus guaridas en las vecindades abandonadas.

“Antes era diferente, sí se peleaban los jóvenes, pero era por las muchachas, o porque no les gustaba que entrara gente de otros barrios a la Luz. Se peleaban a puño limpio, sin armas. Ahora todo eso cambió, ahora se pelean para robar, asaltan hasta a la misma gente del barrio y uno no puede ni llamar a la policía por que ellos también les tienen miedo.”

Quienes habitan en La Luz aún recuerdan los constantes pleitos con jóvenes de otros barrios, los enfrentamientos se daban por la lucha del territorio, por quebrantar una de las leyes no escritas de los barrios, solo quienes pertenecían al lugar tenían derecho a utilizar ese y otros espacios de La Luz. Ese era el motivo de las luchas entonces, pero se respetaba a la gente del barrio, ahora ni quienes pertenecen a él son ajenos a ser asaltados o golpeados.

Y es que de ser un lugar de tradición, convivencia y armonía, este barrio se ha convertido en un sitio riesgoso pues jóvenes de éste y otros lugares de la ciudad aprovechan las vecindades para refugiarse y consumir o vender droga y aunque los vecinos tienen perfectamente los identificados nadie se ánima a denunciar por temor a represalias, prefieren guardar silencio y seguir aparentando esa calma que en el día se observa por las calles de este lugar.

No sólo ese aspecto cambió en el barrio. La Luz fue el primer barrio en el que se instaló el oficio de la alfarería, que fue traído al continente por el Capitán Gabriel Aranda de Carrillo, cien años atrás y que casi ha muerto por completo en el barrio. La calle de Carrillo, ahora llamada Juan de Palafox y Mendoza, era conocida por la producción de casuelas de barro, por lo que se establecieron una serie de talleres dedicados al manejo del barro y la fabricación de loza, siendo reconocida en distintas partes del país.

Ramón López es alfarero, de los últimos que quedan en el barrio, y recuerda como a través de los años fue decayendo este oficio:

“Primero trajeron los edificios, quitaron talleres y metieron esos condominios y luego los que llegaron a vivir ahí se quejaban del humo de los hornos y trajeron a las autoridades y entonces nos condicionaron a encenderlos sólo algunos días, entonces varios se desanimaron y decidieron vender sus talleres. Somos pocos los que quedamos y como vamos yo creo que en pocas generaciones morirá por completo el oficio en esta calle.”

San Antonio, otra cuenta del Rosario

El vandalismo está también presente en el barrio de San Antonio, como parte de la historia del lugar pues, de acuerdo a don Refugio Pérez, esta zona estaba repleta de burdeles y tabernas en los años 60, que no dejaron buenas enseñanzas entre los habitantes del lugar:

“Aquí trabajaban mujeres de la vida galante, muchos de nosotros tuvimos mujeres a nuestro cargo, o sea nos daban dinero de lo que trabajaban. Constantemente había pleitos por las viejas y por el territorio, pero todo eso terminó porque clausuraron esos lugares y se los llevaron para otras zonas de la ciudad. Aunque se quedó la costumbre de pro lo menos traer un fierro para poder defenderse”.

Sin embargo, existen personas en el barrio que han tratado de encausar a estos jóvenes, como es el caso de Miguel Díaz, quien recuerda su propia historia de chavo vanda:

“Como casi todos los chavos, yo venía de una familia desintegrada, papá le pegaba a mamá, fuimos muchos hijos y no había tiempo de atendernos a cada uno, esa es la historia de quienes deciden entrar a una banda. Buscan en cierto modo una familia. Estuve a punto de morir porque en un pleito me enterraron una navaja y me perforaron el hígado. Creo que fue cuando vi la muerte cerca que entendí que no iba a llegar a ningún lado así”.

Miguel no sólo salió de ese mundo, también decidió ayudar a los jóvenes de su barrio aprovechando la fama que ganó en los años de su juventud:

“Yo les platico lo que viví, trato de hacerles ver que la droga y la violencia a nada nos va a llevar, a algunos les enseño la herrería, que es de lo que yo vivo, así trato de que encuentren otra manera de vivir, algunos aceptan otros no”.

Existen partidos políticos, cuyos nombres no quiso mencionar, que se aprovechan de estos jóvenes. Algunos, dijo, les proporcionan la droga en tiempos electorales como pago para que roben urnas, de lo cual, mencionó molesto, parecen no acordarse cuando ganan y entonces dicen “vamos a terminar con la delincuencia y el vandalismo”. 

Tratar de sacar a los jóvenes del vandalismo no es tarea sencilla, afirma Miguel Díaz, pues son escasas las ofertas de trabajo y las posibilidades económicas para estudiar, el promedio de escolaridad es secundaría. Es por esta razón que, junto con otros habitantes del barrio tratan de enseñarles oficios para que puedan valerse por sí solos en el futuro.

La vida en los barrios no es fácil. La pobreza y la desigualdad social provocan un ambiente de inseguridad, ante el cual los habitantes tratan de organizarse y cambiar la situación, aunque no siempre se logra. Otros más terminan por acostumbrarse y procuran permanecer en sus casas al anochecer y evitan convivir con quienes puedan ser “mala influencia” para su familia.